He pedido a mi compañero Juan Diego Areta que me permita, una vez más, compartir sus reflexiones para ilustrar mis propias reflexiones sobre el fin de las mascarillas. Éste es su precioso texto (las negritas son mías) :
“Estos días hay cierto revuelo, parece, con el tema de las mascarillas. El Gobierno ha determinado que dejan de ser obligatorias también en espacios interiores con algunas excepciones. Pensaba que la noticia sería recibida con un alivio general y, efectivamente, creo percibir que así ha sido para la mayoría. Aun así, me sorprendió escuchar, en mi vida cotidiana y en diversos medios de comunicación, cómo no pocas personas afirman que siguen y seguirán usando la mascarilla en interiores (y algunos también en exteriores).
Vaya por delante que ante una decisión libre como es usar una mascarilla cuando a uno le parezca bien, no tengo nada que objetar. Lo que me ha llamado la atención no es esa decisión, sino la repetición machacona de los mismos argumentos. A saber: que el coronavirus sigue aquí, que se previenen también otras enfermedades víricas, que la gente está más tranquila si
vamos enmascarados, que es casi una cuestión de conciencia y respeto a los demás y que, por precaución, sería conveniente que a partir de ahora la lleváramos siempre que estemos en un sitio cerrado o con mucha gente.
Es relevante que ese argumentario esté exclusivamente basado -¡cómo no!- en la que sería la razón última: la Ciencia (en mayúscula, como la Religión) ha demostrado que el uso de las mascarillas salva vidas. He intentado repetidamente comprobar que esa afirmación es cierta, pero no he podido más que concluir, hasta la fecha, que las mascarillas puede que prevengan enfermedades si son usadas en algunos contextos concretos y de forma adecuada. En cambio, no he sido capaz de llegar al convencimiento de que el uso masivo y permanente de mascarillas en la vida cotidiana tenga utilidad.
A pesar de la multitud de artículos científicos a este respecto, realmente sigo sin saber, supino ignorante como soy, en qué evidencia se han basado los ‘expertócratas’ que decidieron que era necesario el abuso de mascarillas sin atender a los posibles efectos adversos que ahora parecen comenzar a percibirse (ansiedad al descubrir la cara en adolescentes, trastornos del desarrollo del lenguaje en niños…).
Seguramente, tras leer el párrafo anterior, muchos podrían lapidarme con “evidencias” arrojadas como piedras: ¡las mascarillas nos protegen del coronavirus y de otros virus!, ¡si lasusamos habrá menos enfermedades infecciosas! Bueno, vale, ¡tampoco es para ponerse así! Supongamos que sí, que es así, que me convenzo de ello, que la evidencia es indiscutible… Pues, resulta que, aun así, me sigo oponiendo al uso generalizado y permanente de las mascarillas. Más aún, incluso si la mascarilla nos confiriera inmortalidad, renunciaría a las dos, a la mascarilla y a la inmortalidad. Esto, dicho así, sugiere obstinación, estupidez, tal vez locura. No niego ninguna de esas acusaciones, aunque intentaré explicarme.
A nadie se le puede escapar que lo que aquí he expresado es únicamente mi posición personal y vital. Además, en estos tiempos de cientismo duro, es preciso también recordar que un posicionamiento vital no se basa sólo en datos científicos, que la vida humana incluye muchas otras facetas. Y es en este recordatorio en el que, de eso sí estoy convencido, se encuentra el principal escollo en estos debates.
Desde la Revolución Científica de los siglos XVI-XVII, la Ciencia se ha ido progresivamente consolidando como la única fuente de verdadero conocimiento. Así, el saber tecnocientífico, con su búsqueda constante de cada vez mayor certeza, con su método, ha ido desplazando a otras formas de conocimiento (Filosofía, Teología) o dando un barniz “científico” a lo que no
puede serlo (Medicina, Psicología, Sociología).
Esto, como parece lógico, ha terminado originando una sociedad hipertecnificada, gobernada cada vez más por ‘tecnócratas’ y ‘expertócratas’, que poco a poco parece olvidarse de que lohumano es mucho más que lo científico; que ha creído en las promesas de la Ciencia, que asegura que será posible desentrañar todos los Misterios y que llegaremos a controlarlo todo.
Memento mori, se recordaban hace ya muchos siglos. Memento mori, quiero recordar yo hoy. (Memento mori: Recuerda que morirás) Pese a las falsas promesas y a los espejismos que la Ciencia nos ofrece, la muerte nos va a llegar. Y la gran cuestión no es si hay vida después de la muerte, sino si la hay antes.
Por eso me opongo a la inmortalidad, porque es imposible. Y por eso me opongo al enmascaramiento permanente y general, porque impide vivir antes de morir. Porque vivir es besar, es abrazar, es sonreír, es amar, es odiar, es compartir, es bailar, es vernos, es tocarnos, es encontrarnos, es llorar y reír juntos, es morir… y es muchas más cosas que no podemos “cientificar”.
La vida es riesgo, siempre. Podemos y debemos evitar ciertos riesgos innecesarios e imprudentes, como conducir borrachos, pero la vida es riesgo, siempre. Y lo hemos olvidado. Y hemos llegado a creer que es mejor, más humano, no visitar a la abuela, porque así le evitamos riesgos. Y estamos obsesionados con la seguridad, con la salud y con el control. Y esa obsesión nos está impidiendo vivir -o vivir humanamente-; nos está convirtiendo en individuos aislados y manipulables, en temerosos y asustadizos, en ‘homo ignavus’. La ingente cantidad de malestares psicosociales que padecemos, ¿no tendrá al menos parte de su origen en la frustración y la alienación que son provocadas por creer en unas promesas irrealizables?
Quizá tengo una edad en la que, como canta Drexler, la certeza caduca. Lo cierto es que no tengo respuestas definitivas para casi nada. Por eso este breve texto no debe tomarse como nada más que como lo que es: la expresión de una actitud ante la vida, de un posicionamiento personal que nace también de la preocupación ante la posibilidad de un futuro en el que sea difícil encontrar otras formas de vivir.
Juan Diego Areta Higuera.”
A la luz de lo que dice Juan Diego, quiero apuntar que el debate de las mascarillas no está, ni muchísimo menos, cerrado en el mundo científico.
Desde el Consejo Interterritorial del Ministerio de Sanidad (https://www.sanidad.gob.es/organizacion/consejoInterterri/home.htm) nos dicen que: “El uso de mascarilla en condiciones reales se asociaría a una reducción significativa del riesgo de COVID-19, así como de la infección por otros virus respiratorios entre el 66 y el 93%, según los resultados de una revisión sistemática (9).”
Cuando te lees la famosa revisión sistemática, en sus conclusiones lo que dice no es para nada eso, pero bueno. Concretamente, lo que dice en la conclusión de la revisión sistemática es: “El uso óptimo de máscaras faciales, respiradores y protección ocular en entornos públicos y de atención de la salud debe basarse en estos hallazgos y factores contextuales. Se necesitan ensayos aleatorios sólidos para informar mejor la evidencia de estas intervenciones, pero esta evaluación sistemática de la mejor evidencia actualmente disponible podría informar la orientación provisional.”
Vamos, que hacen falta más estudios y que los propios autores consideran que tampoco habría que fiarse mucho de ésta revisión a la hora de tomar decisiones en un sentido o en otro.
De hecho la primera revisión que hizo la Cochrane, allá por 2020, no avalaba en absoluto el uso de mascarillas en la población general, más bien decía que dicho uso no parecía demasiado eficaz a la hora de disminuir la expansión de los virus respiratorios: https://www.cochranelibrary.com/cdsr/doi/10.1002/14651858.CD006207.pub5/full
Y luego tenemos otras revisiones a posteriori que nos dicen que ésto de las mascarillas ha sido más bien poco eficaz en población general, aunque pueden haber tenido su utilidad en entornos sanitarios. Y que nunca deberíamos olvidar la ética cuando imponemos una obligación a las personas. Sobre todo si tenemos en cuenta que la evidencia científica es, como hemos visto, débil, a la hora de valorar la verdadera eficacia de las mascarillas: https://www.cato.org/working-paper/evidence-community-cloth-face-masking-limit-spread-sars-cov-2-critical-review#
Es decir, NI MUCHO MENOS el debate está claro para la ciencia. La ciencia no tiene nada claro que las mascarillas en población general sirvan o hayan servido para disminuir la expansión del coronavirus, por mucho que eso sea lo que dicen los medios de comunicación. Aunque hay medios “alternativos” que se hacen eco de éste debate, y donde se pueden encontrar estudios que hablan tanto de la falta de efectividad como de los daños que producen las mascarillas: https://brownstone.org/articles/more-than-150-comparative-studies-and-articles-on-mask-ineffectiveness-and-harms/
Concretamente, en el caso de niños y adolescentes, el propio Consejo Interterritorial ha reconocido los efectos negativos que ha tenido el uso de mascarillas: “también ha tenido algunos efectos negativos. Así, la ocultación de la mitad inferior de la cara reduce la capacidad de comunicarse, interpretar e imitar las expresiones de aquellos con quienes interactuamos. Las emociones positivas se vuelven menos reconocibles y las emociones negativas se amplifican (12). Se reducen el mimetismo emocional, la empatía y la emotividad en general, lo que tiene repercusiones importantes en el entorno escolar, en la generación del vínculo entre profesores y alumnos, la cohesión del grupo y el aprendizaje (13). Igualmente, las mascarillas tienen un efecto negativo para la comunicación de las personas con pérdida auditiva moderada a grave, condición especialmente frecuente entre los más mayores (14,15). Por otro lado, la seguridad de llevar la mascarilla puede hacer que se relajen otras medidas importantes para evitar la transmisión del SARS-CoV-2 (16).”
Es decir, llevar mascarilla no es, ni mucho menos inocuo, y aún es más peligroso cuando el cerebro está en desarrollo, cosa que debería haberse valorado adecuadamente antes de imponer las mascarillas a la población general, y muy especialmente en menores.
Sé que el relato es que las mascarillas han salvado vidas. Y esa es también la creencia de la población general, porque es lo que dicen los medios de comunicación masivos.
Pero parece que no es así, ni las mascarillas salvan vidas, ni son inocuas, y deberíamos empezar a valorar qué hemos hecho con nuestros niños y adolescentes, y sin lugar a dudas, pedir perdón a aquellos que fueron estigmatizados por no poder aguantarla.
Por cierto, también desde el Consejo Interterritorial se anima a “no estigmatizar” a las personas que quieran mantener la mascarilla puesta… Ojalá hubieran animado a no estigmatizar a aquellas personas que no podían o no deseaban ponérsela cuando se impuso una obligación que carecía de verdadera ciencia y que estaba muy coja desde la ética.
No, las mascarillas no han probado, en ningún caso, que hayan disminuido de manera efectiva la transmisión del virus a nivel general.
No, las mascarillas no han “salvado vidas”.
Sí, puede que en entornos sanitarios hayan disminuido el contagio de profesionales que atendían a enfermos de Sars-COV2.
Sí, han provocado numerosos efectos secundarios especialmente en niños y adolescentes, y han provocado muchos problemas a muchas personas con dificultades auditivas.
Así que espero (utópica que es una) que en algún momento nuestras autoridades pidan perdón por haber impuesto una medida draconiana, especialmente a niños y adolescentes, sin un verdadero debate científico ni ético detrás.
¡¡Gracias por llegar hasta el final!!
Fuente: https://pediatriaconapego.com/inmortalidad-creencia-y-mascarillas/
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